Notas de viaje, martes 15 de agosto de 2000.
... y por fín, SANTIAGO.
Nos levantamos temprano. Repasamos nuestra rutina matinal con una cierta mecanicidad, con la cabeza en otra cosa, no estamos pensando en que esto o aquello quede bien ordenado dentro de la mochila, en que las correas tengan las tirantez suficiente, o el peso se encuentre bien distribuido. Tampoco estamos expectantes ante las sorpresas, alegrías, y cansancios, que nos deparará el Camino esta jornada. Todo se hace de manera impersonal, la mente está en otra parte..., los pensamientos, incontenibles, han llegado ya a Santiago.
Se cierra la mochila, se ajustan las correas, se coge el bordón, y se sale al camino. La mañana está oscura, es temprano, un último sorbo de agua, y a caminar. El primer contacto de las botas con la gravilla del camino, me saca de mi ensimismamiento, me obliga literalmente a poner los pies sobre la tierra, me detiene un momento. Esta jornada, la de hoy, es una jornada más, pero también la última.
Mañana ya no habrá mochila, ni bordón, ni Camino de Santiago. Ya no habrá albergue, ni lavado de la ropa del camino, ni sellos, ni cuchetas, ni ronquidos, ni ansiedades.
Mañana dejaremos de ser peregrinos en camino. Mañana sabremos si caminando hemos podido, si ha fuerza de andar hemos alcanzado al destino, mañana sabremos si hemos hecho camino al andar.
Martín me mira, inquiriendome con la mirada el motivo de ese instante de detención. Lo miro, miro las flechas amarillas del sendero, ajusto la mochila a los hombros, le sonrío, y nos ponemos en marcha.
Caminamos en silencio, trepamos hasta el centro del pueblo, rodeamos un campo deportivo, erramos el camino, desandamos unos metros y retomamos la senda internandonos en una de esas oscuras y húmedas corredoiras gallegas, la última que habremos de pisar. El andar es a la vez reflexivo y ansioso, la corredoira da paso a un bosque de eucaliptos y el camino se torna cómodo. Una par de horas más tarde entramos en Labacolla bajo el zumbido atronador de los aviones de un aeropuerto vecino. La localidad, de caseríos bastante diseminados, se atraviesa rápidamente y los eucaliptos dan paso a un tramo a cielo abierto.
Empieza a notarse la presencia de la ciudad. El tramo se hace ahora por caminos bien mantenidos y por tramos asfaltados. Comienza el ascenso al Monte del Gozo. Dejamos atrás una zona de camping, y las instalaciones de la TV de Galicia. La llegada a Santiago no se luce por los paisajes ni nada por el estilo, es más, no se luce para nada. No importa, a esta altura del Camino la belleza se lleva dentro. A las 10:00 atravesamos San Marcos, último villorio antes del ascenso definitivo al Monte do Gozo. Seguimos, ansiosos, conversando animadamente, marchamos en grupos numerosos, todo un río de peregrinos llegando a Santiago.
Finalmente, el Monte do Gozo. Asombra por la modernidad de las instalaciones. Convertido en hogar estudiantil, con capacidad para más de 1200 estudiantes, posee todo tipo de servicios. Visitamos el monumento erigido en conmemoración de la visita y peregrinación de Juan Pablo II. Tomamos fotos, descansamos, tomamos un par de cocacolas, intentamos atisbar la Catedral de Santiago sin resultado, oculta como está detrás de modernos hoteles y condominios. Cargamos las mochilas y comenzamos el descenso.
Santiago de Compostella desde el Monte do Gozo
A los pocos metros decidimos visitar las instalaciones de estudiantes,se deja el óbolo, se sellan las credenciales, y volvemos a tomar la ruta. Bajamos calles y escaleras hasta desembocar en el asfalto de la carretera. Seguimos por el escueto arcén de la ruta, aparecen los primeros carteles indicando la ciudad. Nos detenemos a tomarnos una fotografía en el que probablemente sea el último mojón del camino. Se han terminado los kilómetros, ya no hay distancias indicadas, solo una palabra esculpida en la piedra, sólo una: SANTIAGO. Un sorbo de agua y otra vez en marcha.
El último mojón del camino
La ruta desemboca en un puente sobre la autopista que da acceso al casco urbano de la ciudad. Nos detuvimos unos minutos en una oficina de información turística a solicitar un plano de la ciudad, e indicaciones de cómo llegar a la Catedral, salimos con muy poca información, un plano y un par de folletos. Caminamos todavía un rato por entre calles modernas y casi sin señalización, ante la indiferencia de la gente que apenas se apartaba para darnos paso. De pronto, luego de ascender una cuesta por una callejuela empedrada, alcanzamos a divisar una de las torres de la Catedral. El corazón se me disparó, un millón de emociones y pensamientos me inundaron al instante, tomamos una foto de nuestra primera vista del edificio y continuamos a pasos estirados y apresurados. Diez minutos después estábamos ante las puertas mismas del casco antiguo. De allí accedimos a la plaza de San Pedro, de allí a la plaza de Cervantes, a la Azabachería, a la vía Sacra, a la plaza de las Platerías, y a la plaza de Quintana donde finalmente vimos la Catedral en todo su sólido esplendor. Estábamos frente a una de las entradas laterales, la rodeamos rápidamente, y pasamos a la plaza del Obradoiro, vimos el Hostal de los Reyes Católicos, el palacio de Gelmirez, el Ayuntamiento, cruzamos la plaza como una ráfaga, hasta que finalmente nos detuvimos a la sombra de las arcadas del Palacio de Gelmirez y dimos la vuelta para contemplar, por fín, la Catedral de Santiago en todo su esplendor, en esa orgía de piedra que deslumbra y apabulla, en esas altivas torres con agujas que parecen querer buscar el cielo.
y por fín, Santiago...
Qué decir de ese momento…
Todos los días de Camino, todo el esfuerzo, las noches de albergue, el cruce de un océano, todas las cosas vividas hasta ese momento se juntan, se arremolinan dentro del pecho, el estómago se anuda, el pulso tiembla, y las lágrimas fluyen lentamente, acariciando las mejillas, en un llanto que viene de muy profundo, que mana lento, sin prisa, liberando el peso cargado desde tan lejos, desde tanto tiempo atrás. Estábamos mudos, a pocos pasos de distancia, nos sentamos sobre las losas de la plaza, sin mirarnos, permanecimos en silencio durante varios minutos, inmóviles, cada uno a solas con sus sueños, ilusiones, miedos y ansiedades. Cara a cara con nosotros mismos, ninguno de los dos habló. El momento, por mucho que se haya compartido durante el Camino, por muy cercana que se sienta a la otra persona, es de una intimidad tan enorme, que avergonzaría el sólo hecho de querer participar de él en otro que no sea uno mismo. Se requiere valor para mirar en lo profundo de uno mismo e intentar desnudar la verdadera esencia de nuestro carácter. Se requiere valor para descubrir la justa medida de nuestra fé y de nuestras dudas e inseguridades. Se requiere valor y por sobre todas las cosas, se requiere amor. Ese amor que todos llevamos dentro y al que tan poco lugar damos en nuestra vida, y que sin embargo es la puerta a todas las respuestas.
Y casi sin darme cuenta, como tantos otros peregrinos, comencé a llorar. Un llanto de alegría, de felicidad, de emoción, de humildad, pero por sobre todas las cosas era un llanto de agradecimiento y de amor… que por amor a tu nombre peregrinamos a Santiago de Compostela.
Depués. Mucho después. Nos levantamos, cargamos nuestras mochilas, y lento, muy lento, partimos en dirección al lugar donde habría de esperarnos la señora Teresa…
Fachada de la Catedral de Santiago desde la plaza del Obradoiro
Cripta de la Catedral de Santiago.
Al fondo el arca de plata que contiene los restos atribuídos a Santiago el Mayor
Detalle del claustro de la Catedral de Santiago
Martín balconea la plaza del Obradoiro desde la Catedral
Campanas de la Catedral de Santiago
La última etapa del Camino