Notas de viaje, martes 08 de agosto de 2000.
Nos levantamos mas bien tarde, armamos las mochilas y despachamos el desayuno entre las prisas y ansiedades de ponernos otra vez en camino. Media hora más tarde estábamos sobre el camino, los primeros 3 o cuatro kilómetros fueron un descansado paseo por la comarca atravesando primero Ruitelán y luego Las Herrerías, dos simpáticos y diminutos pueblitos de campaña. La salida de Las Herrerías, nos recibió con el comienzo del ascenso al mítico Cebreiro. Nos cruzamos con un grupo de peregrinas que subían con cierta dificultad. Intercambiamos saludos, algún comentario sobre el lugar y Martín le prestó una rodillera a la que más dificultad parecía tener al caminar.
El ascenso era bastante empinado, por entre caminos de tierra, pedregosas sendas, y pasos bastante enlodados, fuimos ascendiendo sin detenernos, marchando siempre en la semipenumbra del oquedal de este magnífico bosque gallego. Las famosas "corredoiras" gallegas se caracterizan por sus piedras sueltas y por la tupida maleza que las rodea, no están echas para otra cosa que para marchar a pie, y los pocos cilcistas que intentaron seguirlas tuvieron que dar vuelta a los pocos metros y retomar la ruta.
Nos tomó casi dos horas y media llegar a la cima del monte, desde allí, el valle, 1600 mts. más abajo parecía sacado de la novela de Gulliver. Finalmente llegamos a un mojón en las alturas que marcaba la frontera en Galicia y León, señalaba el km. 152,5.
A partir de ese momento y casi hasta llegar a Santiago, encontraríamos uno de esos mojones cada quinientos metros. Algo así como un kilómetro y medio después, a las 10:45 de la mañana, entramos al famoso pueblo.
Casas con paredes en piedra, techos de pizarra, encaramado en lo más alto del monte, con increíbles vistas del valle a lo lejos. Se nota lo reciente de las construcciones, aunque todas han sido restauradas de acuerdo a su diseño original, asi que a pesar de la lustrosa y pulida piedra que predomina por doquier, el pueblo mantiene un aire peregrino y medieval que nos fascinó al instante. Es sin dudas uno de los sitios más carismáticos del Camino. Tiene su propia leyenda del milagro de la eucaristía, ocurrido hace más de siete siglos, donde el vino volvió a convertirse en la sangre de Cristo. El cáliz del milagro es conservado en la Iglesia del Pueblo, donde ha permanecido siempre desde entonces y de donde no han podido llevárselo, ni siquiera la reina Isabel la Católica. El albergue es moderno y está muy bien ubicado en uno de los extremos del pueblo, aunque las duchas dejan bastante que desear. Un detalle es que estamos casi sin pelas y hasta la etapa de mañana no vamos a conseguir cambio.
Al llegar a Cebreiro pedimos una par de bocadillos en una hostería a pocos metros de la Iglesia, nos sirvieron dos gloriosos sandwiches de pan de campaña, jamón serrano y queso de cabra, que junto a dos latas de coca completaron el almuerzo. Volvimos al albergue, conseguimos cama, nos duchamos, sellamos nuestras credenciales y salimos a recorrer el lugar y tomar algunas fotos. Luego de la siesta, limpiamos las cámaras, visitamos la Iglesia, la casa (palloza) de Bilbo, compramos algunas postales y la cena en un almacén del pueblo. Luego de la cena (sardinas, ensalada california, agua mineral, y de postre unos pistachos y lo que nos quedaba del chocolate comprado en Los Arcos), un cigarrito mirando el paisaje del valle y a escribir hasta mañana.
Cebreiro nos fascinó a los dos (aunque según Martín “... había muchas arañas y una se me prendió de los garrones mientras miraba el paisaje”, en fín, que aprensivo es este muchacho...).
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