Notas de viaje, domingo 13 de agosto de 2000.
Dejamos Palas do Rei a las 07:30. La mañana es fresca bajo un sol radiante y Martín se enoja porque le he perdido sus calzoncillos.
[Anoche mientras Martín dormitaba llevé nuestras ropas a la lavandería que funciona en la planta baja del albergue donde hay unas máquinas que funcionan con monedas. Abro una que estaba libre y cuando voy a echar dentro los pocos trapos que traía -dos remeritas, unas medias, y un par de calcillones-, se me apersona uno de los hermanos franciscanos a preguntarme si me molestaría compartir con él -que no trae un cobre- la lavadora ya que evidentemente sobra bastante espacio. Bueno, el hecho es que estuvimos conversando un rato mientras terminaba de lavarse nuestra ropa y luego del lavado comenzó la repartija de la ropa. - Esto es mío, esto es tuyo. Dame, tomá, gracias. - En el reparto el hermano franciscano se llevó los slip de Martín, que, evidentemente yo no reconocia como propios.] Ahora clama a todos los cielos como coño me las he ingeniado para perderle los calzoncillos, que ya solo le queda uno.
Marchamos rápido, concentrados, y ansiosos. Dejamos atrás Leboreiro, y hacemos un alto en Furelos, donde conversamos con el cura párroco local y rezamos en silencio unos minutos ante una inusual y creo que única imagen del Cristo en la cruz en el santuario de Santa Lucía. Asombra al párroco saber que hemos cruzado miles de kms. de océano para hacer este camino. Nos obsequia unas estampitas de Santa Lucia y nos despide con su bendición y deseos de bienaventuranza.
Seguimos hasta Melide donde nos detenemos a desayunar y comprar unos calzoncillos que reemplazaran los que le extravié a Martín. El camino prosigue su ruta por entre un espeso bosque donde los eucaliptos se alternan con especies autóctonas. Cruzamos un par de pequeñas localidades, Boente y Castañeda, y trepando colinas y vadeando arroyos, desembocamos en un camino que conduce a Ribadiso do Baixo, una minúscula localidad sobre la margen del río Isso. Hacemos una pausa para beber un poco de agua, quitarnos los impermeables, y descansar los pies, y luego bajamos a conocer el albergue del lugar, que asombra por su tamaño y modernidad. Proseguimos camino, Arzúa queda apenas un par de kilómetros. Entramos en Arzúa a mediodía, ya no queda sitio en el albergue y salimos en busca de una pensión. Hay fiesta en el pueblo, y en la plaza se está montando un escenario donde seguramente tocará alguna banda por la noche. Luego nos enteramos que se trata de la fiesta de los botes, una tradición joven pero con mucha adhesión de los lugareños -parece ser algo así como nuestra noche de la nostalgia-.
Conseguimos habitación a un par de cuadras de la plaza -luego de que Antonio nos birlara las que parecían ser las últimas- y planchamos hasta las seis de la tarde. Luego salimos a dar una vuelta por ahí. Consigo un teléfono público y hablo con Ana. La tarde estaba radiante y mi ánimo también.
Anochecer en Arzúa desde ventana de la habitación
A la noche conseguimos una mesa frente a unos de los bares de la plaza del pueblo y comimos un par de hamburguesas en compañía de Antonio -que nos acompañara con sus ronquidos desde Villafranca del Bierzo- y su familia. Nos invita a probar el Orujo, que viene a ser la versión gallega de la grappa -breve y contundente, como dijera el gran Borges- y a comprobar su insólita teoría de que “...el acohol se transforma luego en azúcar y marchas de maravillas...”. Entre orujos, escoceses -después del primer orujo nos pasamos, disimuladamente, al scotch-, bromas y conversaciones variadas, nos fuimos a dormir, un poco borrachos y felices.
Mañana partimos hasta Pedrouzo -Arca-, nuestra penúltima etapa antes de Santiago de Compostela.
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