Nos despertamos a las 05:30 con los suaves golpeteos de Mme. Etchegoine sobre la puerta de la habitación. Tengo sueño. Quiero - necesito - seguir durmiendo. Martín comienza a vestirse y a hacer un molesto ruido manipulando las bolsas de nylon de los Supermercados Disco en donde tiene todo perfectamente ordenado, tanto que luego no encuentra nada, y recomienza todo el proceso de pesquisa del slip o las medias perdidas con el consecuente rozamiento del nylon, crich, crich, crich, crich..., me levanto. Mme. Etchegoine nos tenía pronto el desayuno, café con leche, pan, manteca, mermelada, y diminutos terrones de azúcar. Desayunamos abundante, nos pusimos todo nuestro equipo encima, botas de trekking, shorts de algodón, remera, chaleco, sombrero, riñonera, cámara de fotos, lentes de sol, bandana, mochila y bordón. Nos tomamos un par de fotos en la puerta de la pensión bajo unos carteles, y partimos rumbo a la montaña. A los pocos metros, Martín decide que es buena hora para llamar a Sandra (???), son las 06:15 en Saint Jean y la 01:15 en Montevideo. Nos detenemos en una cabina telefónica, y mientras Jonito conversa con su amada, aparece otro peregrino, que también se detiene en la cabina, nos cruzamos saludos en castellano y alemán, y luego reemprendemos el camino. Es de noche aún y el cielo parece estar nublado.
A la salida de Saint Jean, en la Puerta de España, donde comienza la ruta de Napoleón, nos cruzamos con otro peregrino, un pequeño, relleno, y simpático "toulousien" de unos cuarenta y tantos que también comenzaba el camino ese día. Nos acompañaría los primeros quince kilómetros. Seguimos caminando, mucho cuesta arriba, y una hora después comienza una lluvia fina que luego se tornó más intensa obligándonos a ponernos nuestros impermeables, más tarde llegarían las primeras ráfagas del frío viento pirenaico, primero suave, luego con mayor intensidad. La lluvia continuó con más o menos intensidad durante un par de horas. Resistimos bastante bien. Luego, lentamente comenzó a calentar el sol. Seguimos andando un par de horas. Yo comienzo a sentir el cansancio de la primer etapa y a retrasarme un poco, aún así, el "toulousien" a quedado casi un kilómetro detrás nuestro. Los paisajes son increíbles, laderas escarpadas entre valles de hierba verde y piedras grises. Comenzamos a ver ganado autóctono, vacas de porte mediano, ovejas, cabras, y unos caballos muy parecidos a los cuarto de milla nuestros, pero mucho más peludos. Nos detuvimos un par de veces 2' o 3' a beber agua y seguimos subiendo.
Llegamos hasta una de las cumbres más altas de la zona y nos detenemos junto a una imagen en piedra de la Virgen, descansamos unos minutos, sacamos fotos, y comemos algo de chocolate con unos tragos de coñac - como diría Gibra, "... vamos, que nos ha sentado de maravillas" -.
Angelito 1: Ese es Martin, que contempla el paisaje mientras el "orage" se nos viene encima!
Angelito 2: Este soy yo, jugando a la cabra mientras el "orage" se nos viene encima!
A las 10:30 continuamos la marcha luego de ver pasar al "toulousien" y a un grupo de alemanes que andaban sin mochilas (!!). Seguimos hasta el desvío en la ruta que marca la frontera entre Francia y España, dejando atrás la angosta ruta de asfalto donde las pocas veces que pasaba un coche nos obligaba a andar al borde de unos barrancos de más de 400 mts. hasta abajo. Allí en la frontera, hicimos la segunda parada, eran las 11:45 y habíamos andado unos 18 kilómetros en casi seis horas de marcha. Nos sacamos la mochila, me puse un buzo de algodón debajo del impermeable ya que el viento era cada vez más frío, y comimos las manzanas y pelones que habíamos comprado el día anterior en Saint Jean. El sol estaba radiante y nos cruzamos con varios peregrinos, uno de ellos, Gérard "la tortue" se detuvo a conversar con nosotros. Venía de Vézelay, llevaba andando casi un mes y recorrido unos 500 kms., estaba disfrutando muchísimo el camino, disparaba su cámara contra casi todo lo que se movía - llevaba más de 1500 fotografías según sus propias palabras -, y armaba ramos de flores silvestres que luego obsequiaba a las peregrinas. Nos enseño la diferencia entre un "routeur" – mochilero - y un "pélerin" – peregrino -, y nos dejó una de las frases más bonitas del camino "... el peregrino tiene los pies en el camino, la cabeza en el cielo, y el corazón en las estrellas".
Cruz de piedra en los Pirineos, marca el límite entre Francia y España.
Seguimos andando poco más de un kilometro hasta que el camino comenzó (¡finalmente!) a descender a través de la espesura del bosque, restaban aún unos diez kilómetros, pero el terreno se volvía más llano – en realidad descendía, pero cualquier cosa que no fuese cuesta arriba, era suficientemente llano para nosotros-. La mochila hacía rato que había empezado a hacerse notar. Un par de kilómetros después el cielo comenzó a oscurecer ("c'est l'orage qui vien...") y casi sin aviso nos encontramos caminando bajo una furiosa lluvia . Enseguida comenzó la tormenta, fuerte, muy fuerte, relámpagos, truenos, mucho viento en la cara, y agua a baldes. Apretamos los dientes y seguimos. Caminamos varios kilómetros cada vez más mojados y cansados, el peso de las mochilas, expuestas a la lluvia se volvió casi insoportable, a Martín comenzó a molestarle la rodilla izquierda. El bosque se hacía cada vez más tupido y oscuro, encharcado por todas partes, y comenzamos a caminar en el barro, un barro profundo, espeso, que se adhería a las botas y volvía más pesado el camino. Martín se retrasó algunos metros y yo me detenía cada pocos minutos a esperarlo mientras intentaba aliviar el dolor en los hombros sosteniendo la mochila con los brazos y el bordón. Cuando llegábamos a algún claro en el bosque, gruesos cantos rodados y musgo verde reemplazaban brevemente al lodo en el suelo del bosque, haciendo el camino igualmente difícil.
En algún momento el bosque comenzó a parecerse al de la película "Blair Witch". Se lo hice notar a Martín, aunque creo que la comparación no le resultó igual de graciosa que a mí. Seguimos, Martín cojeaba cada vez más y yo me sentía cada vez más cansado y furioso, - eso siempre me pasa cuando algo se me hace casi insoportable y esto comenzaba a serlo -. Seguimos. En uno de los pasos, hundí tan profundamente mi pie derecho en el espeso barro que a punto estuve de dejar una de mis botas en los Pirineos. Seguimos...
Los truenos explotaban sobre el follaje retumbando en todo el bosque, sacudiendo la floresta cada vez con más violencia. Se sentían los relámpagos restallando cada vez más cercanos. Marchabamos penosamente, a cada paso aumentaban el nerviosismo y las apreciaciones de Martín sobre la tormenta. Yo estaba encantado, fascinado con esa demostración de furia salvaje de la naturaleza y ni remotamente se me ocurría que pudieramos sufir una descarga o algo así, hasta que a los pocos minutos sucedió...
Fueron apenas unas pocas décimas de segundo, pero fue como si el tiempo se detuviera por un brevísimo instante, primero llegó la luz, a mi izquierda, de una intensidad deslumbrante, iluminando la semipenumbra en una instantánea vertiginosa del bosque navarro, luegó llego el calor y por último el golpe de aire en el rostro , para cuando terminé de girar la vista, el relámpago había desaparecido en el fondo del valle. Había estado cerca, muy cerca, tal vez unos 50 o 60 metros y nos sacudió en ese destello de furia inusitada, deteniéndonos en el lugar, el paso a medio terminar y el cuerpo temblando aún en la estela del sobresalto.
Para mí, fue la fascinación total. Para Martín..., bueno, me volví buscandolo con la mirada, y lo ví. Estaba tieso, congelado, la boca y los ojos desmesuradamente abiertos, el rostro pálido, las manos apoyadas sobre el bordón, trasnformado en una estatua de asombro e incredulidad, me miró un brevísimo instante y se me acercó casi corriendo - con un paso muy cómico debido a su reciente cojera - :
- Dale, apurate, que hacés ahí parado, dale, apurate...-, y pasó a mi lado como una ráfaga de viento pirenaico.
El entusiasmo le acompaño unos centenares – pocos - de metros más, en los que tuve dificultad para darle alcance. Luego el cansancio volvió a ganarnos y retomamos el ritmo penoso de unos minutos antes.
Yo marchaba delante, guiándome por las marcas rojas y blancas que aparecían cada tanto en los arboles y en las rocas del camino. Martín marchaba detrás, cada vez más lentamente, el barro se espesaba con cada gota de lluvia y, llovido sobre mojado, decidimos marchar por el agua, estaba fría, pero la lluvia había creado una especie de arroyuelo de poca profundidad en el suelo del bosque que discurría ladera abajo siguiendo más o menos el trazado del camino y dejando al descubierto un lecho de gruesos cantos rodados y sólidas piedras que facilitaban en algo la marcha.
Una hora después de haber comenzado la tormenta, estábamos completamente mojados, podía sentir el agua correr debajo de mis slips, lo único que nos mantenía más o menos calientes era caminar. Seguimos. El camino parecía no tener fin, hacía rato que andábamos solos. Habíamos caminado casi tres horas bajo la tormenta, no podía faltar mucho. Seguimos. Nos detuvimos 10', a beber lo poco que nos quedaba de coñac y a fumar un cigarrillo al – precario - resguardo de un añoso roble y del ala de nuestros sombreros. Deberíamos estar realmente cerca, pero a esta altura no nos hacíamos muchas ilusiones, y caminábamos con esa sorda resignación aprendida durante tantos años de entrenamiento en el Dojo. Sólo contaba el siguiente paso, y así aduvimos unos 200 o 300 metros más hasta que en un recodo del camino, recortado a la distancia entre los árboles del bosque, apareció, monumental, el tejado de la colegiata de Roncesvalles. Me detuve, cerré los ojos durante una par de segundos y cuando los volvía a abrir, seguía allí. El grito me nació de muy hondo, "LLEGAMOS, HIJOS DE REMIL…, LLEGAMOS...". Aún nos faltaba casi un kilómetro, pero el cansancio desapareció mágicamente, como conjurado ante la certeza de la taza de café caliente y la ducha de agua hirviendo que nos estarían esperando cuando llegáramos.
Mas o menos esto (pero con mucha mas agua) fue lo primero que vimos de Roncesvalles
Recorrimos lastimosamente el kilómetro corto que nos quedaba y finalmente entramos en Roncesvalles..., por la puerta trasera. El camino desembocaba justo detrás del monasterio y la imponente pared de piedra, levantada casi mil años antes, nos cerraba el paso. Cruzamos un pequeño puente de madera barnizada y salvando un breve arroyo que discurría entre algunas huertas monásticas, trepamos los últimos 50 metros de pendiente hasta la pared trasera de una edificacion de aspecto románico. Unos pocos peldaños más, labrados en granito gris, que desembocaban en un sombrío y estrecho corredor de pizarra negra entre ambas edificaciones, y desembocamos sobre la calle principal de Roncesvalles. Ingresamos al pueblo sosteniéndonos - como millones de peregrinos lo hicieran antes que nosotros - entre las paredes de dos de los edificios más antiguos y emblemáticos del camino, la Iglesia de Santiago el Mayor y el Silo de Carlomagno.
La Iglesia de Santiago y la Capilla de Sancti Spiritus (Silo de Carlomagno)
Me detuve al pisar la moderna calzada de asfalto de Roncesvalles, la lluvia cesó casi al instante, y miré al cielo recordando cuantas veces durante el camino había deseado que parara de llover tan sólo unos minutos. Por entre las nubes grises y pesadas que comenzaban a disiparse, era fácil imaginar el rostro del apóstol sonriendo..., habíamos recibido nuestro bautismo en el Camino. Mucho más tarde escucharía varias veces una frase que me haría sonreir "... nadie puede decir que ha hecho el Camino, si no lo ha hecho bajo lluvia."
Bajé la vista, una turista alemana me observaba con una expresión entre divertida y piadosa, luego de 9 hs. de caminata, luego de 30 kms. de lluvia, barro, viento, y montaña, mi aspecto era terrible. Completamente mojado, aterido de frío, extenuado más allá de lo soportable, observé el pueblo. Era hermoso. Pequeño, diminuto, y sin embargo majestuoso. Perdido en medio de las montañas y famoso en toda Europa desde hacía más mil años. El pueblo contaba con dos hostales y un albergue. Con las piernas destrozadas por el cansancio eché a andar hacia el más cercano, "La Posada de Roncesvalles". Al pasar junto a la alemana, está extendió su mano en un gesto entrecortado y había mucho orgullo en sus ojos cuando me llegaron sus palabras en un castellano muy rudimentario, "... hace años,... yo también lo hice...", intenté sonreirle, pero no sé si pude.
Entramos en la posada, y no sé cómo pero conseguí quitarme la mochila de encima y recostarla contra la pared de la recepción mientras se formaba una pequeña laguna de agua lodosa a su alrededor. No había nadie tras el mostrador, me dirigí hacia la cafetería y la encontré atestada de peregrinos alemanes, franceses, italianos, españoles, y que sé yo de donde más. Caminé hasta la barra y pedí una habitación. Dejé mi pasaporte al barman y con el pesado llavero de bronce en uno de los bolsillos del impermeable, salí en busca de Martín. Estaba recostado contra una de las paredes exteriores del hostal, donde había apoyado su mochila y fumaba uno de sus habituales cigarrillos de fragante tabaco holandés que acababa de liarse.
- Tenemos habitación - , le dije y entramos al hostal. Subir una escalera de apenas 16 escalones nos llevó casi dos minutos, finalmente la llave se deslizó en la cerradura y entramos a nuestra habitación. Estaba ocupada..., no había nadie en ese momento, pero contamos media docena de bolsos y valijas sobre las camas. Bajé los dieciséis escalones, caminé hasta la barra de la cafetería y mostrándole las llaves de la habitación a la muchacha que atendía detrás del mostrador:
- Está ocupada - , le expliqué.
- Que ...? -
- Que está ocupada, hay carteras y bolsos en la habitación...-
- Un momento por favor -, contestó al tiempo que tomaba las llaves de mi mano y desaparecía de mi vista.
Un minuto después, el propietario del hostal me entregaba otras llaves y sus disculpas. Volví a subir, uno..., dos..., tres..., cuatro..., ..., dieciséis escalones de agonía muscular.
- ¿ Y...? - , preguntó Martín.
- Nos dieron otra. -, el llavero de bronce indicaba “Habitación 8”, en grandes letras negras troqueladas sobre el metal.
Entramos. Está vacía. Dejamos las mochilas en el baño, me quito la ropa, la dejo caer sobre las baldosas de cerámica gris, abro la ducha y lentamente dejo que el agua casi hirviente me resbale por la piel. Fuero casi 30 minutos de calor, masajes y jabón. Salgo de baño envuelto en un espeso toallón blanco con la piel enrojecida y brillante. Camino hasta los pies de la cama, miro a Martín, le espeto un escuetísimo - tuyo... - y me dejo caer sobre la cama.
Martín me despierta, está limpio, vestido y con hambre. Lo miro con ganas de decirle que no joda, que me deje tranquilo , que no se molesta a un peregrino exhausto, cuando mi estómago me recuerda que también él tiene hambre. Me "visto", así entre comillas, porque lo único mas o menos seco que tengo (mas bien menos) dentro de la mochila son las sandalias de goma.
Nuestra habitación en la Posada de Roncesvalles, cualquier rinconcito sirve para secar la ropa.
Bajamos los dieciséis escalones, nos sentamos en la cafetería, ahora más tranquila. Miro el reloj, son las 19:15 de la noche - aunque aún no anochece- y el restaurante no abrirá hasta las 20:30. Los únicos rastros de la húmeda multitud de un rato antes, es el desorden de mesas, tazas y platos abandonados por doquier. Pedimos dos café dobles, dos coñacs, y encendemos dos olorosos puros de tabaco holandés. Luego de los primeros sorbos de café y coñac, la vida tiene un mejor aspecto. Conversamos un rato. Se nos nota el cansancio, la alegría, y el orgullo en la voz. Aún si todo nos fuera mal de aquí en más, aún si no llegáramos a pie hasta Santiago, aún así, tendríamos algo que contar a nuestros hijos, el cruce de los Pirineos, apenas la primer etapa de un camino milenario, pero la más dura de todas. No fue poca cosa y no se nos olvidará jamás.
Volvemos a subir a la habitación, dieciséis escalones de esfuerzo y luego la cama. Me duermo. Martín vuelve a despertarme. Que cosa con este muchacho que no entiende... Son las nueve de la noche, ahora sí comienzan a mostrase tímidamente las primeras estrellas en la noche del valle, recortadas geométricamente a través de la ventana de la habitación. Volvemos a bajar. Esta vez nos dirigimos al restaurante del hostal. Conseguimos mesa. El ambiente está concurrido y bastante distendido. Probamos una sopa de pescado, carne estofada, y un excelente tinto de la casa (Navarra nos sorprendería más de una vez por la estupenda calidad de sus vinos, y La Posada de Roncesvalles por la variedad y calidad de su cocina).
Luego de la cena y el vino, la noche se mostraba más acogedora que nunca. Salimos a la puerta del hostal a fumar un cigarrillo y decidimos caminar hasta el albergue para sellar nuestras credenciales. Nuestras piernas no se condecían con nuestro ánimo de modo que penamos hasta la puerta del albergue, para encontrarlo cerrado. Tampoco pudimos comprar una tarjeta telefónica, así que la llamada al paisito queda para mañana.
Volvemos a la habitación, otra vez los podridos dieciséis escalones, y otra vez la bendita tersura de la cama.
Antes de acostarme, nos frotamos y masajeamos las piernas con gel y me arropo entre las sábanas de impecable lino blanco.
El día del Apóstol ha sido todo un día y finalmente hemos comenzado a caminar este Camino de la Estrella.El sueño me llega plácidamente, como una bendición, y me duermo cual lactante despues del biberón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario